Causas del error intelectual: Lo que nos impide reconocer o aceptar la verdad

Fuente

Vivimos en una época de errores, y la razón última de ello es el pecado original.

Sin embargo, la condición natural del hombre caído, siendo lo que es, no significa que podamos sentarnos y lamentarnos, porque Dios mismo ha venido y nos ha salvado (cf. Is 35:4). Aparte de los medios sobrenaturales de la gracia, hay también algunos medios bastante naturales para prevenir y remediar la ignorancia, el autoengaño y el razonamiento falaz, y esos están abiertos incluso a las personas que no tienen la fe católica.

Para ello, presentamos hoy una presentación muy interesante y refrescantemente clara y sistemática de las causas próximas, remotas y últimas del error humano, y de cómo erradicarlas. Esto es particularmente útil en una época en la que los mayores absurdos se proponen como verdad y la gente ha sustituido el pensamiento racional y objetivo por la emoción y la subjetividad. El análisis que se presenta a continuación no se basa en la revelación divina, sino en principios deducidos de la naturaleza humana, lo que significa que es accesible para cualquiera.

El siguiente es un extracto de las páginas 280-289 del libro ABC of Scholastic Philosophy (Weston, MA: The Weston College Press, 1949) del jesuita P. Anthony Charles Cotter (1879-1954). Notas a pie de página eliminadas. El libro completo está disponible para su descarga gratuita aquí y también para su compra aquí.


CAPÍTULO 5
Causas del error

El error es un juicio falso. El error es un asentimiento a lo que no es así, o un disentimiento de lo que es así; decimos sí cuando deberíamos decir no – o viceversa.

El mundo está lleno de errores. Cicerón dice: «Cuiusvis est hominis errare» [«Cualquier hombre puede equivocarse»]; y Catulo: «Suus cuique attributus est error» [«Cada uno tiene su error asignado»]. También nosotros nos equivocamos casi todos los días. Los escépticos concluyen de ello que no existe certeza formal alguna. Pero ya vimos (tesis 1) lo insensato de esta conclusión. También mostramos que la naturaleza nos ha dado varios medios para llegar a la certeza formal, y que la certeza formal es posible en todos los campos del quehacer humano.

Sin embargo, el error es un hecho; hay que lamentarlo, sí, pero no hay que negarlo. ¿Cómo podemos evitar el error? Esta es la última cuestión práctica de la epistemología.

La mejor manera de responder a esta pregunta será encontrar las causas del error. «Principiis obsta» [«Resiste los comienzos»], como decía el poeta latino. Una vez que conozcamos las fuentes de nuestros errores, será más fácil evitarlos.

Dividiremos las causas del error en próximas, remotas y últimas.

Sin embargo, antes de entrar en esta investigación, debemos definir el error con mayor precisión.

a. Por «errores» entendemos aquellos juicios falsos que las personas hacen en su estado normal. En el estado anormal (locura, sueño, infancia) el poder de reflexión del hombre se ve obstaculizado en su libre ejercicio; de ahí que nadie acuse a tales personas de error formal.

b. Por «error» entendemos un asentimiento (o disentimiento) firme y sin vacilaciones.

Por lo tanto, no hablamos de meras opiniones, es decir, mientras el asentimiento de un hombre no exceda el peso de sus argumentos. Porque, mientras un hombre sea consciente de la insuficiencia de pruebas que hay detrás de una opinión y no afirme más de lo que los motivos justifican, no hablamos de error en el sentido propio.

En otras palabras, por «error» entendemos una certeza puramente subjetiva.

I. CAUSAS PRÓXIMAS

1. El error, al ser un juicio, debe deberse, al menos en parte, al intelecto; pues el juicio es un acto del intelecto.

Pero el intelecto por sí solo no nos da una explicación suficiente del error. ¿Por qué el intelecto debería abrazar firmemente el error? El intelecto está hecho para la verdad; por sí mismo no puede amar el error. – Tampoco el intelecto es indiferente a la verdad y al error, de modo que abrazaría a ambos con igual amor. Si así fuera, el intelecto dejaría de ser una facultad. – La evidencia objetiva tampoco puede obligar al intelecto a adherirse firmemente a una proposición falsa. La evidencia objetiva es el objeto mismo manifestado. Ahora bien, el objeto no puede manifestarse de otra manera que no sea.

Hay entonces otra causa de error además del intelecto. De hecho, si reflexionamos sobre la génesis de nuestros errores, nos damos cuenta de que ha actuado alguna influencia no intelectual. Esta otra causa, en todos los casos, debe ser la voluntad. No hay ningún otro factor que pueda influir directamente en el intelecto y moverlo a asentir sin una evidencia propia suficiente.

De ahí que digamos simplemente que los errores se deben siempre a la influencia directa de la voluntad.

2. Sin embargo, no hay que exagerar la influencia de la voluntad: (a) El error no es voluntario en el sentido de que lo queramos como tal. Nadie se propone engañarse a sí mismo. Significaría que, aun sabiendo que una cosa es verdadera, la cree falsa, una imposibilidad psicológica. (b) Aunque el error en sí mismo es pecaminoso (como enseña Santo Tomás), a menudo se dan circunstancias atenuantes: no nos damos cuenta del peligro de errar, afirmamos algo falso en el calor de una discusión, podemos vernos obligados a tomar una decisión rápida, etc.

3. Ahora bien, puesto que tanto el intelecto como la voluntad cooperan en la comisión de errores, aunque de diferentes maneras, es nuestro propósito investigar las condiciones peculiares que son aptas para conducir a juicios erróneos. Estas condiciones son las causas remotas del error.

II. CAUSAS REMOTAS

El error es imposible si no tiene la apariencia de ser verdadero y bueno a la vez.

No podemos asentir a una proposición que ni siquiera tiene apariencia de verdad. Porque, por una parte, la verdad, como dicen los escolásticos, es el objeto formal del intelecto; por otra, la verdad meramente aparente es suficiente para que el intelecto asienta, como lo atestigua la experiencia. – Del mismo modo, el objeto formal de la voluntad es el bien; la voluntad no puede actuar si su objeto no es bueno, al menos aparentemente bueno.

Ahora bien, sólo lo verdadero es bueno y sólo lo bueno es verdadero. El error, por tanto, es falso y malo. Pero la pregunta es : ¿Qué es lo que da al error la apariencia de ser verdadero y bueno? Evidentemente, ésta es la causa remota del error.

1. La verdad aparente

En general, la verdad aparente se debe a la confusión de ideas. Esto se desprende de la noción misma de juicio. El juicio es un acto por el que afirmamos que S es o no es P. Ahora bien, cuando los significados de S y P son claros, no hay posibilidad de decir «es» cuando deberíamos decir «no es», o viceversa.

La siguiente pregunta es: ¿De dónde provienen las ideas confusas? Aunque su origen es múltiple, podemos señalar cuatro de las fuentes principales:

1. Falta de atención

Todas nuestras cogniciones (naturales) nos llegan a través de una o más de las cinco fuentes de las que se habló en la segunda parte [a saber, la conciencia, los sentidos externos, el intelecto, la razón y el testimonio humano]. Ahora bien, en cada fuente se señalaron las condiciones necesarias para la certeza formal. Pero cuántos son los que las ignoran y luego asienten con firmeza.

2. Inexactitud

Tarjeta. [John Henry] Newman dice:

«La inexactitud es el pecado acosador de todos, jóvenes y viejos, doctos y no doctos. No sabemos de qué hablamos».

Este hábito desaliñado aparece en el uso de las frases, de los argumentos, de las palabras sueltas.

¿Examinamos cada una de nuestras afirmaciones en cuanto a su significado exacto? ¿Vemos en qué sentido es verdadera, en qué sentido puede ser falsa? ¿Damos a veces la vuelta a la afirmación, añadimos una palabra aquí y una frase allá, y vemos qué resulta de ella? ¿O más bien no preferimos medias verdades amplias y vagas, definiciones arbitrarias y ambiguas?

Más concretamente, cuando argumentamos a favor o en contra de algo, ¿nos aseguramos del punto exacto que hay que probar y de la solidez de la propia prueba? ¿Somos lo suficientemente valientes como para alejarnos un poco y escudriñar fríamente nuestros propios argumentos, dispuestos a abandonarlos si contienen algún fallo?

Pero la fuente de error más fructífera es, con mucho, el uso descuidado de las palabras, o más bien las vagas nociones que tenemos del significado de las mismas. Cuántas personas hablarán sobre educación, religión, progreso, trabajo infantil, economía, dogma, evolución, sin haberse cerciorado primero (a) de los diversos significados de estos términos, o (b) del significado exacto que les atribuyen en la presente discusión. Tal discusión puede ser entretenida (como las payasadas de Mickey Mouse); ciertamente será estéril en cuanto a resultados.

En su Apología, el Cardenal Newman dice del Dr. Whately, arzobispo de Dublín y autor de un tratado de lógica:

«Fue el primero que me enseñó a sopesar mis palabras y a ser cauto en mis afirmaciones. Me condujo a ese modo de limitar y aclarar mi sentido en la discusión y en la controversia, y de distinguir entre ideas afines, y de obviar los errores por anticipación, que para mi sorpresa ha sido considerado desde entonces, incluso en sectores amigos míos, como un sabor a la polémica de Roma».

3. Falsa autoridad

Lo que vale la autoridad con respecto a los hechos así como a las teorías, lo vimos anteriormente (ver p. 215-9). La autoridad revestida de las condiciones necesarias es la verdadera autoridad. La falsa autoridad hace las mismas afirmaciones, aunque carece de estas condiciones.

Enumeremos algunos casos en los que la falsa autoridad es a menudo asumida y fácilmente concedida.

a. Según Cicerón, los pitagóricos, cuando se les presionaba para que dieran razón de sus afirmaciones filosóficas, respondían simplemente: «Ipse dixit»; es decir, Pitágoras, su maestro, lo decía. Eso era suficiente para ellos. Ahora bien, los pitagóricos decían ser filósofos, y como tales tenían el deber de investigar por sí mismos. La autoridad no es el último criterio de verdad o motivo de certeza.

Hoy en día muchos filósofos juran por Kant o Hegel; los Testigos de Jehová juran por Rutherford, los Científicos Cristianos por la Sra. Eddy. Es la misma idolatría intelectual.

b. Qué influencia indiscutible tiene la opinión pública sobre las mentes de los hombres! Qué insignificante es el número de los que, teniendo principios establecidos y suficiente fuerza de carácter, pueden seguir su propio camino tanto en el pensamiento como en la práctica! La inmensa mayoría prefiere equivocarse con la multitud que elaborar sus propias convicciones. Es mucho más fácil.

Sin embargo, ¿quiénes son los que, por regla general, crean la opinión pública? ¿Son expertos en la materia? ¿Se aseguran primero de la veracidad y rectitud de sus premisas antes de sacar sus conclusiones? De hecho, generalmente son los líderes de las facciones políticas, los hombres con un hacha para moler, los editores de periódicos cuyo único objetivo es el aumento de la circulación, los hombres de la riqueza que no se preocupan por los principios, siempre y cuando los dólares siguán llegando.

Una de las fuentes de error más prolíficas y nefastas de la actualidad es la propaganda de masas. Por este medio los hombres pueden ser tan adoctrinados que ya no pueden pensar por sí mismos ni comprobar el valor objetivo de su adoctrinamiento. Les resulta imposible desprenderse del rumor o del informe, y todo juicio crítico ha desaparecido. Y cuando uno recuerda que hoy los movimientos políticos, para tener éxito, deben ser movimientos de masas, se da cuenta del terrible peligro de la propaganda de masas.

Al hombre culto le corresponde conservar su individualidad, mantener su poder de pensamiento y de juicio, frenar, en la medida en que esté en él, esta tendencia moderna a la atracción de las masas.

c. Hoy en día, la autoridad del profesor no está muy bien valorada. Sin embargo, debido a su instinto natural de mirar al maestro como guía, la mayoría de los alumnos siguen sin dudarlo su ejemplo. Esto es correcto. Pero el profesor no debe olvidar que su autoridad nunca puede ir más allá del ámbito de la verdad. La mente de cada alumno está hecha para la verdad, y tiene derecho a exigir la verdad de su maestro, nada más que la verdad.

Sin embargo, cuántos profesores hay en nuestras universidades que, abiertamente o de manera más solapada, inculcan a sus alumnos el veneno del ateísmo o del materialismo, que ridiculizan la religión católica o toda religión, que proponen teorías dudosas como verdades evangélicas. Por supuesto, es de esperar que los alumnos formados por tales maestros sin escrúpulos se conviertan ellos mismos en maestros aún más inescrupulosos. Las mentiras no mejoran al ser contadas.

d. Lo que se ha dicho aquí sobre la falsa autoridad, se aplica igualmente o incluso con mayor fuerza a los libros, revistas, periódicos, etc. El error no se convierte en verdad por el hecho de ser impreso.

Sin embargo, como dice el padre Lord: «A la mitad de nuestros escritores populares de hoy les da igual si lo que dicen es cierto o no, con tal de que sea brillante. Matarían la verdad por un epigrama. Matarían un hecho para hacer una frase. Preferirían ser ingeniosos que correctos, divertidos que honestos, inteligentes que verdaderos».

4. Prejuicios

Un prejuicio es un juicio aceptado sin el debido examen. Difiere de una opinión honesta. Un prejuicio es siempre más o menos irracional, precisamente porque se sostiene sin someterse primero a una inspección crítica. Las opiniones pueden sostenerse racionalmente, es decir, siempre que no olvidemos que las pruebas que las sustentan no son suficientes para justificar un asentimiento firme. Los prejuicios, por el contrario, son un caso de astigmatismo mental; no nos permiten ver las cosas como son.

Elaborar un catálogo de prejuicios es imposible. Varían de una época a otra, de una nación a otra, casi de un hombre a otro. Hay prejuicios en las ciencias y en la filosofía, en la política y en la vida social. Enumeremos algunos que son bastante comunes hoy en día: El hombre es bueno por naturaleza; todas las religiones son igualmente buenas; a cualquier hombre le basta con llevar una vida buena; el hombre desciende de los simios o de las bestias simiescas; los milagros son patrañas, etc.

Hay que tener en cuenta dos cosas sobre los prejuicios:

a. Admitimos fácilmente que otras personas, especialmente nuestros enemigos, están impregnadas de ellos e influenciadas por ellos tanto en sus juicios como en sus acciones. Pero es sumamente difícil admitir que nosotros también tenemos nuestros prejuicios. O si lo admitimos en general y en abstracto, a nadie se le permite tocar ningún prejuicio particular nuestro; nada aviva nuestra ira a un calor tan rojo.

b. Intentamos ocultar nuestros prejuicios a los demás y a nosotros mismos. Odiamos que se discutan abiertamente, que se saquen a la luz del día para que todo el mundo pueda verlos. Inconsciente o subconscientemente nos avergonzamos de ellos como de un esqueleto en nuestro armario, porque nos damos cuenta a medias de su naturaleza irracional.

2. Bien aparente

El error nos parece atractivo o bien porque amamos lo que la proposición enuncia, o bien porque amamos el acto de asentimiento en sí mismo.

1. Amor propio

Se puede decir que el amor propio está en la raíz de la primera clase de errores. Nos sentimos naturalmente atraídos por las proposiciones que nos halagan a nosotros o a nuestros amigos; rechazamos a priori las que parecen menospreciarnos a nosotros o a los nuestros. Creemos fácilmente lo que concuerda con nuestras opiniones y prejuicios, y negamos rotundamente lo que va en contra de ellos. El mero hecho de que una proposición concuerde con nuestras costumbres y deseos, le da más evidencia, como lo señaló sagazmente Santo Tomás.

2. Pereza intelectual

La certeza es el estado ideal de la mente; denota reposo y tranquilidad -descanso y tranquilidad legítimos. Los otros estados de la mente implican miedo al error, vacilación, suspenso. Son molestos, y de ahí que nuestras pasiones nos insten a deshacernos de ellos de alguna manera.

Ahora bien, en muchas cosas, la certeza sólo puede obtenerse a costa de un serio esfuerzo y de un trabajo incansable. Esto, por supuesto, es pedir demasiado al estudiante indolente. Le resulta más fácil repetir lo que otros, especialmente sus profesores, han dicho que investigar el asunto por sí mismo. En la vida posterior, tales estudiantes seguirán ciegamente las opiniones expresadas en su club o entre sus amigos; se conformarán con los eslóganes políticos; su guía de la verdad y criterio último será el periódico. Que George piense, es su lema.

En cuanto a los eslóganes, instrumentos prácticos de la pereza intelectual, C. Ganss, de la Universidad de Princeton, ha dicho bien: «Los hábitos indolentes del hombre conceden a estas frases una larga vida. No es necesario seguir una línea de pensamiento tentadora después de haberla encontrado. Una vez que una frase así ha calado en la mente receptiva, es difícil desprenderse de ella. Un aforismo puede ser falso, pero siempre ahorra trabajo. Ahorra esfuerzo, ya que es difícil con argumentos legítimos convencer a un oponente persistente y de cabeza dura, mientras que es fácil, especialmente en presencia de una multitud, derribarlo con un eslogan».

3. Vanidad

Algunos consideran una desgracia poseer que en su caso, también, el conocimiento hace una entrada sangrienta. Prefieren brillar que ser sólidos. De ahí que emitan juicios precipitados para cubrir su ignorancia.

La vanidad intelectual se manifiesta hoy especialmente en el afán de conocimiento enciclopédico. Se adquiere fácilmente y se puede hacer un espectáculo con él. Ciertamente es más fácil de adquirir que la filosofía, que no está satisfecha a menos que haya tocado el fondo de las causas últimas y ordenado todo el conocimiento en un sistema que abarque el mundo.

III. CAUSAS ÚLTIMAS

Las últimas razones por las que nos equivocamos, son dos. En primer lugar está la imperfección de algunas cosas. Como tal, los escolásticos ponen, por ejemplo, la materia, que contiene una buena cantidad de potencialidad. Pero la razón principal de nuestros errores es la imperfección de la naturaleza humana: la torpeza de nuestro intelecto y la preponderancia de las pasiones humanas.

De ahí que podamos sacar una conclusión general en cuanto a los remedios del error. No podemos cambiar la imperfección de las cosas; no podemos alterar la naturaleza de nuestro intelecto. Pero como todo error se debe a alguna pasión desordenada, el consejo final sólo puede ser:

Un amor puro por la verdad.